Recuerdo tu primera mirada después de abrirme la puerta. Me
invitaste a entrar elegantemente, y como si nos conociéramos de toda la vida,
me enseñaste tu casa y me invitaste a sentarme.
Solo nos separaba un vaso de agua y la timidez de dos
personas que se observaban y fingían algo de indiferencia para no parecer dos
locos que querían jugar a besarse sin conocerse de nada.
Lo pienso ahora, tantos días después, y creo que debería haberte dicho te quiero
en ese mismo momento.
También recuerdo tu primera sonrisa. Como si fuera ayer. Apacible y risueña.
Había algo
en tu mirada que me perdía.
Y no me apetecía escaparme de ese laberinto en el que había
entrado.
Te invité a entrar en él para que te perdieras conmigo y fue entonces cuando nos
correspondimos a ese primer beso que encendió un mar infinito de emociones.
Ya no importaba la salida. No había, de hecho, salida.
El portazo de despedida sonó a un hasta luego.
Y poco después, vagando entre la incertidumbre y la decisión, te
dije:
…Y pronto se convirtió en cada día, y cada día se convirtió en ti.
Y yo ya te quiero, cada día.
Pósit: En mi cabeza sonaba Big World.
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