Escribo mi contraseña, suena una guitarra, y empieza el primer verso.
Recuerdo aquellas noches junto a la casa que me vio crecer, tumbado una sábana improvisada y con las estrellas como manta, aunque fuera una noche de verano.
Fui creciendo, a pesar del vendaval, y se sumó el piano.
Yo seguía sin saberlo.
Estudié, trabajé, crecí... y no me di ni cuenta de lo valiosas que son esas pequeñas cosas.
Aunque tú no lo sepas, me dije a mí mismo que jamás volvería a pisar los mismos charcos.
Se sumaban los violines en una apoteosis de sentimientos que resultaban indescifrables.
Y crecían las ansias de darle sentido a toda una vida llena de victorias y derrotas.
La derrota siempre formó parte de mi vocabulario, pero ese barco en el que viajaba nunca estuvo destinado a la guerra.
Aprendí, a capa y escudo, que no había aprendido una mierda. Y mientras más me daba cuenta, más crecían mis inseguridades.
¿Volver atrás una vez más?
Qué más da, si ya lo he hecho tantas veces.
No volveré a pisar los mismos charcos. No vol-ve-ré a pi-sar los mis-mos char-cos.