Si hacía un esfuerzo todavía podía escuchar los ecos de los chelos a lo lejos, dándome la bienvenida de nuevo, pero ahora con un nuevo matiz.
Casi de forma imperceptiblemente se podía palpar la magia de la alegoría y lo desconocido.
La luz seguía siendo tenue, el olor era todavía el de mi infancia y lo único que se escuchaba allá afuera eran los grillos, a lo lejos, cada uno en una parte diferente de su mundo.
La noche estaba como aletargada y los cables de la luz separaban las estrellas, volviéndolas solitarias y meditabundas, pero con un brillo incandescente y un movimiento palpitante.
El vino blanco se mimetizaba con el entorno en su vaso, y mi cigarrillo de liar descansaba sobre la mesa a la espera de ser consumido.
Algo nuevo había nacido en mí, de nuevo, entre los rincones que me vieron crecer, ahora ya deteriorados por el halo de la vejez.
Algo nuevo había en mí, y esta vez prometí no fallarme tal y como lo hice anteriormente.
Era mi promesa. Después de esa llamada, tenía más claro que nunca que volver por un tiempo atrás era un paso hacia adelante.
Es de valientes no enfrentarse a algo contra lo que no puedes luchar porque no tienes todavía las armas.
Pero tengo el hierro, la fuerza de voluntad, inteligencia emocional y ese cigarrillo y copa de vino que todavía me están esperando.
Por ahora, no quiero que me espere nadie más.
Prometí amor eterno, pero las condiciones del amor nunca asumirán la manipulación, la indiferencia fingida, la rabia, la mentira o la falta de complicidad y empatía.
Sean cuales sean las razones y los motivos, el amor eterno puede ser una promesa efímera si no se le respeta y cuida con lo único que pide: el cariño y la delicadeza.
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